En mis conferencias por lo largo y ancho de este (mi) mundo, hablo con frecuencia de la indispensabilidad de la comunicación interna. De la necesaria actividad programada en la que el CEO se dirige a la mies y les habla. Del pasado, del presente y del futuro, aunque, como decía el beisbolero Yogi Berra “es difícil hacer predicciones, sobre todo del futuro”. Lo es, pero el CEO se arriesga e intenta transmitir su visión para informar, para formar equipo, para que cada peón sienta que es parte de algo y que ese algo refuerce su sentimiento de pertenencia, y se consiga solucionar -en parte- esa gran preocupación empresarial de “retener talento”.
El problema que encuentro y -aunque no me lo digan- que veo en algunas caras, es que muchos consideran que la comunicación interna supone asumir un riesgo gratuito. Comunicar es una exposición y, como tal, la posibilidad de patinar, de errar, de olvidar, de sudar, de temblar… de poner en bandeja la crítica del auditorio y el cuestionamiento de nuestro puesto en la empresa como auctoritas (hay que ver qué pesaditos nos ponemos los del liderazgo con esto y con el potestas…).
El buen jefe no comunica. Simplemente, no encuentra motivo para un riesgo en el que se juega mucho y en el que se gana poco. Porque… en realidad… ¿qué se gana? Visto al revés, lo que se pierde puede ser mucho. Si comunico internamente y lo he preparado poco, puedo perder por aturullarme; perder porque confié ingenuamente en el “ya se me ocurrirá algo”, o también al “si se trata de charlar un rato”.
Pero también pierdo si no comunico internamente y estoy tan ciego como para no ver que es una ocasión inmejorable para que sepan de primera mano cómo va su empresa, qué retos afronta, cómo prevé afrontarlos; pierdo si no sé que es una ocasión para plantear con honestidad amenazas, riesgos y dudas; una ocasión incluso para intercambiar alguna opinión si el foro lo permite.
Pierdo si no comunico internamente y no me doy cuenta de que la gente necesita saber cómo es su CEO, porque él es su líder, porque él es su referencia, porque es él quién lleva el timón y su cara visible y entonces, en efecto, si no veo todo esto, mejor es no comunicar.
Mejor es estarse quietecito en el despacho y gestionar. A ser posible con cara de tener prisa, con pequeñas reuniones entrando a saco sin mirar a la cara del personal, sin sonreír (no vayan a creer que esto es jauja). Mejor andar atareado trasladándome internamente con premura y quedarme hasta tarde en la ofi.
“Madonna santa!!!” ¿cuándo aprenderemos a valorar la necesidad y el gozo de la comunicación interna? Porque, lo bueno, es que junto con la necesidad de esa comunicación y el chorro de beneficios, enseguida viene el efecto colateral del placer de compartir, de contactar, de tener al equipo (aunque sean cientos) en la mano. El placer de saber que saben. Que saben qué es lo que pasa, que saben cómo es su jefe y a qué atenerse y cómo manejarse también cuándo no hay directrices precisas.
“Un buen jefe no comunica”, pero omití en el título que me refería al jefe del siglo XIX. Hoy no cabe la no comunicación; o, si cabe, conlleva el fracaso garantizado. Sin discusión. Puede tener soltura y gozar con el contacto visual con los suyos y saber que es una oportunidad de ser respetado, o puede necesitar de un empujón técnico para subir a la tarima y bordarlo. Puede formarse en ComunicaMente o donde le pete pero, por favor, que no me mire con cara de haba cuando les hablo de estas cosas.