Estoy zambullido en un libro de Irene Némirovsky (otro más de ella). Nunca he leído compulsivamente, no busco los libros “que te enganchan”, pero nunca he dejado de leer; tampoco en estos tiempos de pantallas pegadas a nuestras manos.
He leído también últimamente varios libros sobre comunicación, sobre liderazgo, sobre los temas a los que ahora me dedico. Y están bien, claro. Unos más y otros menos. De todos aprendo algo pero… la verdad es que no. Que los que realmente me hacen aprender, nada tiene que ver con estos temas.
Los libros que me hacen aprender son los que me llegan dentro. Los que me hacen descubrir que alguien puede describir sensaciones, sentimientos, situaciones de forma tan precisa que se me abre la boca de asombro, que realmente me llegan dentro. Porque lo desmenuzan poco a poco, porque van depositando pequeñas pinceladas suaves que conforman el cuadro. Y esos son -repito- los que me hacen aprender.
Porque, al final, en esto del liderazgo se trata de aprender a tratar el alma de la gente, lo que siente, lo que le preocupa al prójimo. No se trata de que alguien te recomiende la empatía como “soft skill”, sino de aprender a interiorizarla. Es un ejercicio complejo pero, de repente, lees un libro en el que alguien te desvela sin pretenderlo cómo se puede ir descubriendo comportamientos actuales basados en historias pasadas que se van entendiendo poco a poco, página a página.
Estos libros no tienen “bullets”, ni los cinco consejos del éxito, ni capítulos con apartados y subapartados. Ni siquiera tienen frases en negrita o enmarcadas en cajas, tampoco títulos con ganchos ilusorios. Tienen letras. Pero están bien trabadas. Letras que te llevan poco a poco a descubrir al ser humano sin pretender hacerlo, a comprender sentimientos de forma lenta, sin fórmulas de atajo, sin prometerte ningún tipo de éxito. Y es entonces cuando aprendo. Cuando me doy cuenta de la belleza de la complejidad del comportamiento.
Tengo que aprender a transmitirlo porque es eso más que los “bullet” lo que la gente necesita.